La historia oficial del videoarte en México no existe, lo cual es una bendición si consideramos que las historias oficiales de cualquier cosa suelen ser bastante menos imprecisas que las no oficiales. De cualquier modo, nombres como el de Weiss o Corkidi son recurrentes cuando nos referimos a los inicios de esta manifestación, en los setenta, aunque de lado, frecuentemente desinteresados en la divulgación, hubo artistas multidisciplinarios que incursionaron en el video en esos años, con productos realizados a corte directo y sólo muy eventualmente editados y pasados por un mixer para crear wipes o efectos de cortinilla,
disolvencias y fades de entrada y de salida.
Estaba de moda el videoart, así, de moda, y los monitores con imágenes que habían hecho acto de presencia en Documenta 5, en Kassel, Alemania, en 1972, convidaban a emplear el video, solo o acompañado, más o menos como lo haría en 1978 Leopoldo Maler en Pre Sense, instalación en la que sobre una camilla con medias ruedas reposaba un desinflado cuerpo vestido con un traje plateado de PVC y cuya cabeza era la del propio autor dentro de un monitor de televisión.
Sucedía con el videoarte lo mismo que con el denominado cine-de-arte &endash;luego cine-de-autor&endash; o la fotografía-artística o el libro-de-artista &endash;también libro-objeto&endash; o el desnudo-artístico, etiquetas a las que tanto apelaron y apelan varios autores (lo mismo que algunas actrices que se desnudan en la pantalla) buscando legitimar su trabajo mediante salpicaduras atribuidas a la magia del solo término "arte" e inscribiéndolo de antemano en esta categoría, olvidando frecuentemente todo lo demás. En efecto, en muchos casos lo que se pretendía era subrayar la intencionalidad y distinguir la modalidad del trabajo de otros que empleaban los mismos medios pero con intenciones diferentes, aunque también estaba y está de moda acondicionar el juicio y anticiparse a los filtros del público, a los de la crítica, pero sobre todo a los de la historia, capaces de poner las cosas más o menos en su lugar gracias a la objetividad que impone el tiempo.
En los ochenta, más en las escuelas de comunicación que en las de arte, con equipos de 3/4 de pulgada, Beta o VHS, una mezcladora y a veces un generador de caracteres, se realizaron diversos trabajos entre los que algunos podrían considerarse como videoarte, si bien la mayor parte se inscribía como intentos más o menos logrados en el ámbito de la producción convencional, por llamarle de algún modo: documentales, reportajes, entrevistas y programas tipo broadcasting. Hubo también, con un sentido experimental, usos del video &endash;igual que del audio y como los hay ahora---&endash; complementando happenings, performances e instalaciones, o incluso como medio de captura para la manipulación posterior de imágenes con un destino último en la pintura y, por supuesto, en el cine, donde varios directores le encontraron rápidamente aplicación, no sólo como registro del trabajo y como sistema de preview de la filmación, sino para ensayar efectos. Más tarde vendría La Tarea, de Jaime Humberto Hermosillo.
Muchos jugaron a la broma de tomar directamente del aparato televisor a conductores de noticieros y a cronistas, para sustituir el audio con toda clase de mensajes, desde políticos hasta sexuales, siempre con un tono procaz, irónico, burlándose de los modos de la televisión abierta, la llamada comercial, caracterizada, entonces más, por sus tonos estériles o frívolos o manipuladores o mediatizadores y por lo tanto no tan estériles. Otros canjearon la imposibilidad del cine -&endash;los costos&endash; por la viabilidad del video, ya sea para realizar videohomes o videoclips o proyectos suplementarios originalmente pensados para hora y media en 35 milímetros, caminos que condujeron a unos a la publicidad y a otros al videoarte o a la instalación-video o al videoperformance.
Hubimos quienes aparte de video con cinta y cámara hicimos "videopapel", es decir, algo así como video povera o, más a la mexicana, una clase de video consecuente con un país que no desarrolla tecnología y por otra parte una especie de propuesta de reflexión acerca de nuestras dependencias tecnológicas y conceptuales: video al estilo del story board, pero sin serlo; video al estilo de un guión técnico, pero sin serlo; video sobre papel a partir de pantallas, es decir, video como sistema óseo. A fin de cuentas lógicas visuales y conceptuales sobre papel que implícitas o explícitas y más o menos visibles son también, excepto en las improvisaciones, el esqueleto de cualquier video, de las presentaciones de PowerPoint o de las películas de programas como Authorware o Director, es decir de esas tecnologías cuyas marcas nos informan que no son nuestras aunque nos las apropiamos. Videos que respondían no al concepto de tecnología propia, no al de adecuada o apropiada sino al de tecnología autóctona, sin menosprecio a ultranza de las otras.
Hoy, además de Corona, Gómez Peña, Ehrenberg, Díaz Infante, Levín, Laborde, Minter, Rocha, Ulloa, Castillo, Navarro, Salom, Morón, Capelo, Di Castro, Mehl, Lupone, Wright, Cuevas, Domínguez y Buen Abad, videoartistas o cineastas o ex-cineastas o artistas multidisciplinarios que realizan video (casi todos ellos residentes en la capital mexicana y uno que otro en ciudades de Argentina y Estados Unidos) hay en la provincia, en la misma ciudad y en el olvido otros nombres, precisamente como ocurre con otras historias. Como en la pintura, la escritura y otras artes, el video es un género al que se dedican y han dedicado una buena cantidad de artistas poco difundidos o totalmente ajenos a la idea de divulgar su trabajo más allá de algunos ámbitos modestos en tamaño.
Del heterogéneo grupo de individuos dedicados a la producción de videoarte, un registro bastante representativo lo constituye la selección editada por The Box Video Independiente Mexicano (o XP VIM 95), que con motivo de la muestra del mismo nombre realizó Díaz Infante en 1995 para la Galería Oboro de Montreal, Canadá, antecedente directo de la presente curaduría.
Texto por Omar Gasca
México DF, Julio de1999